Hace unos años escribí este texto para una revista online, con la intención de explicar en qué consiste mi trabajo. No sé si lo habré conseguido, pero algo de luz seguro que arroja.
Lo digo porque una vez, en El País, tomaron partes de este texto para un artículo (sin yo saberlo). Cuando me llegó el aviso de Google de que mi nombre aparecía ligado a este periódico, lo más divertido fue darme cuenta de que habían incrustado el texto en el reportaje simulando una entrevista conmigo (que jamás ocurrió).
Corrector de textos, un oficio oculto
Tan viejo como la imprenta es el corrector de textos. Aún más, tan viejo como la escritura. Desde que el hombre inventó el alfabeto para poder comunicarse por escrito, siempre ha habido al lado del escribiente una figura que, siguiendo el lema de la Real Academia Española, “limpia, fija y da esplendor”.
Miles de años después de esos inicios, unos pocos cientos después de inventar la imprenta, el oficio de corrector de textos poco ha variado, si nos atenemos solamente al objetivo de su tarea. Han cambiado, eso sí, los medios y las formas. Aunque aún conviven en las imprentas y las editoriales esos personajes que, provistos de un lápiz preferentemente rojo –pero no el rojo de censurar–, anotan en los márgenes de las hojas unos códigos que para la mayoría de los mortales siguen resultando incomprensibles, sus tareas están cada vez más dominadas por la tecnología y por tanto se usa menos el papel y más la pantalla del ordenador.
La tecnología no basta
Pero el corrector de textos, por mucho que avance la técnica y por mucho que la tecnología nos domine, seguirá siendo necesario, al menos mientras los ordenadores no aprendan a pensar. Olvidémonos del corrector ortográfico del procesador de textos, que no sirve, como decía un viejo editor, absolutamente para nada. Si queremos que un texto esté bien escrito, hemos de recurrir al corrector, pero al corrector que se encierra detrás de la segunda acepción del vocablo en el Diccionario de la Real Academia Española, a la “persona encargada de corregir pruebas”. El corrector es una persona, no hay que olvidarlo.
El corrector de textos está íntimamente ligado al libro. El libro, ese instrumento maravilloso del cual llevan años augurando el final, no sería tal si no hubiera un corrector. Esa persona, una vez escrito el texto por el autor y compuesto el libro por el editor, lee. Y de cada letra, palabra o frase leída analiza la coherencia del discurso, la limpieza de la ortografía y la exactitud de los vocablos. Y donde hay falla, limpia, es decir, marca el fallo e indica la solución, para que el impresor, a su vez, envíe el texto a las máquinas limpio de polvo y paja.
Un oficio agradecido
Es el de corrector un oficio agradecido y, como todos, mal pagado o –mejor dicho– injustamente pagado, porque no hay dinero suficiente para satisfacer los desvelos de estos lectores. Es agradecido porque al tiempo que trabaja, el corrector adquiere cultura o, al menos, algunos de los conocimientos necesarios para poder considerarse culto.
Es el de corrector un oficio con un feo apellido: “Ortotipográfico”. Es palabra fea y poco ‘digerible’ nada más oírla. Todo el que la escucha se para a pensar en su significado, y algunos lo asimilan rápidamente, pero otros muchos deben recurrir a alguna fuente para averiguarlo. La Academia dice de ‘ortotipografía’ que es “el conjunto de usos y convenciones particulares por las que se rige en cada lengua la escritura mediante signos tipográficos”. Es decir, el corrector atiende al uso correcto de esos signos para que el mensaje que se quiere transmitir sea exactamente el mismo que se transmite, y no otro.
Es el de corrector un oficio invisible, porque todos saben que existe pero nadie lo ve. Sabemos admirar la prosa maravillosa del mejor escritor de todos los tiempos, pero pocos recordamos que detrás de su texto está, también, la mano del corrector, que a veces solo limpia, a veces fija y muchas, bastantes, da esplendor.